El durazno resiste en el sur santafesino

En la localidad de Pavón Arriba, a 40 kilómetros de Rosario, la familia Giurlani lleva 67 años en el rubro. Defensores solitarios de una actividad que brilló en los años 70.

Durante tres meses al año, una persona que viva en el centro de Rosario, tiene la posibilidad de llevar a su heladera un durazno que fue cosechado del árbol el día anterior. Un puñado de productores que no se dedican a la producción extensiva, apuestan por la producción frutícola como alternativa.

La fruticultura es sinónimo de mano de obra intensiva: “Acá hablamos en promedio de un jornal de 8 horas durante todo el año, una persona por hectárea”, aseguran desde el sector.

Dependiendo de la especie y el manejo, en una hectárea se pueden plantar alrededor de 400 árboles de durazno. Cada planta llega a vivir unos 17 años, según el tratamiento, la variedad y las inclemencias que tuvo que soportar. El nivel productivo de cada planta oscila entre 4 y 6 cajones (de 8,5 kg cada uno) por cosecha. El árbol empieza a dar frutos a partir del cuarto año, llega al máximo en el séptimo y se sostiene hasta el año catorce, momento en el que comienza a declinar su actividad productiva.

Los productores de durazno santafesinos se identifican como “monteros”: “El monte, o no te gusta o te fascina, no hay punto medio. No es como la agricultura tradicional que podés elegir alquilar un campo durante un año y ver qué pasa. Acá hay que trabajar duro todos los días, no queda otra acá. Y eso nos apasiona”, cuenta Leonardo Giurlani, tercera generación “duraznera” en Pavón Arriba, departamento Constitución, a 40 kilómetros de Rosario, lugar que fue declarado “Capital Provincial del Durazno”.

En esta zona, la producción duraznera comenzó a surgir alrededor de 1940. En los años 70, se llegó a las 1.000 hectáreas de producción, con más de 550 mil árboles durazneros y una producción de más de 2 millones de cajones de 9 kilos por año. Hoy, apenas supera las 82 hectáreas.

La modernidad y el avance de la soja fue jugándole en contra a la producción del durazno, al punto que hoy sólo hay cuatro fincas con las plantaciones y tres son familiares. Los Giurlani: Elio, Mario y Leonardo; y la otra pertenece a Christian Baleani, segunda generación. Todos son productores pequeños y manejan entre 16 y 26 hectáreas.

“La caída se dio principalmente por el crecimiento de San Pedro -como polo en la temática- pero también por el avance de la soja en el país, la provincia y fundamentalmente en el sur santafesino como epicentro de la producción extensiva de cultivos como soja, maíz y trigo”, explica el ingeniero agrónomo Luis Carrancio, director de la Estación Experimental Agropecuaria del Inta Oliveros.

“Las generaciones se fueron terminando. Nosotros quedamos porque los Giurlani siempre fuimos una marca. Los demás dejaron. En el verano a nadie le gusta estar con 36 grados en medio del monte. A la soja la manejan a través de un teléfono prácticamente. Vieron que podían vivir con lo que les daba la soja y no siguieron más con el monte”, agrega el productor Leonardo Giurlani.

La familia Giurlani lleva 67 años en el rubro frutícola. “Esto viene de mi abuelo y su hermano. Luego siguieron mi viejo y sus dos hermanos, y ahora sigo yo con mis hermanos. Mis hijos no sé lo que harán. Esto es lo que hacemos nosotros. Somos monteros de alma”, cuenta Leonardo.

Según recuerda de lo que le contaba su abuelo, al principio sembraban maíz y papa solamente. “Unos vecinos tenían monte frutal. Mi viejo, cuando era pibe, iba a juntar fruta a ese campo, y así arrancaron”, apunta. Eligieron el durazno “porque era más rentable”. Y hace la comparación: “Incluso hoy, respecto a la soja, es más rentable. Hace un tiempo atrás, eran 15 hectáreas a 1. Hoy, con el precio de la soja para arriba y el de la fruta para abajo, puede haber disminuido de 7 a 1”.

Giurlani trabaja 14 hectáreas entre monte nuevo (menos de 4 años) y monte en producción. Unas 6.500 plantas que producen entre 10 y 12 mil bandejas de 8 kilos por temporada. “Lo ideal sería reponer árboles todos los años con las variedades que uno trabaja”, explica, lo que implica toda una ingeniería.

Además de durazno, también producen ciruela: “Cuando el mercado está abarrotado de durazno, te da un promedio de venta”, señala.

Con su hermano, comparten el galpón de empaque, donde embalan la fruta que mandan al Mercado de Productores de Rosario, de lunes a viernes. “La gente de Rosario y de la zona es privilegiada: durante tres meses come fruta fresca. En otro lugar esto no existe. Lo que se lleva al mercado hoy, se cosechó ayer. Lo que consumís en Rosario, estuvo en Pavón Arriba un día antes en la planta”, resume con entusiasmo el productor.

Mucha mano de obra

Si bien los meses de cosecha son los más intensos, la fruticultura genera mano de obra todo el año. En promedio, se necesita una persona por hectárea. Las mujeres se incorporaron a trabajar hace 4 años en el empaque y en el raleo. Cualquier producción extensiva requiere 20 minutos de laboreo por hectárea por año. Acá se habla de un jornal de 8 horas durante todo el año.

La poda se realiza a partir de mayo y la hacen principalmente trabajadores golondrina que vienen del norte del país, principalmente de Santiago del Estero. Sin embargo, la pandemia y las restricciones de movimiento impidieron el traslado de muchos operarios, lo que trajo como consecuencia el incremento de la demanda de trabajo local. “Hubo que formar personas para el raleo y la cosecha. La poda requiere experiencia. Más allá de que se necesitó en la coyuntura, hoy se sigue sosteniendo lo local. Fue un beneficio para las localidades. Se formó gente que puede seguir en el futuro”, reconoce Carrancio, del Inta Oliveros.

Hoy los monteros están en plena cosecha, época que se extiende desde noviembre hasta fines de enero. En invierno se realiza la “cura” de invierno, que son los tratamientos cuando la planta está sin hoja. Se hace el raleo “y no se para más”.

“Son 50 familias a full durante tres meses. Después de la cosecha, varios quedan en el galpón. En la zona son 80 empleados para mover 100 hectáreas. En la agricultura, con una persona te sobra”, resume y vuelve a comparar Giurlani.

“Son producciones que requieren mucha mano de obra, mucho gasto hasta cosechar”, destaca el ingeniero Carrancio: “Todo el mantenimiento hasta llegar a cosecha implica mano de obra que se paga semanalmente. A la mayoría le ha costado sostenerlo ante la simplificación del cultivo extensivo”.

En la región no se agrega valor al producto. No es una zona de producción de durazno para la industria. En Pavón Arriba está instalada Inalpa, una de las empresas de enlatado de alimentos más importante del país, pero utiliza fundamentalmente productos de Cuyo que son de otra variedad. Algunos productores se animaron a producir licores tiempo atrás, pero sólo como hobby.

Riego y tecnología

Carrancio cuenta que desde el Inta se comenzó a trabajar desde 2002 en Pavón Arriba; y en 2006 empieza a asesorar dentro del Grupo de Cambio Rural. “Generamos conocimientos técnicos y organizacionales. Esto permitió una racionalidad en el manejo, en el raleo (, la poda, la densidad de plantación y fundamentalmente en el uso racional de fitosanitarios. Implicó también organizar el monte para tener las variedades en los momentos y en las cantidades que el mercado necesita”, explica el ingeniero del Inta.

“Otra temática que trabajamos con los productores fue el uso racional de la planta de empaque”, recuerda Carrancio: “Cómo trabajar el durazno en la poscosecha, cuál es el momento justo de la cosecha para que el fruto se mantenga mejor en el tiempo. Hacer valer determinada fuerza de negociación a la hora de pelear el precio a través de la cantidad y la calidad del producto”, cuenta.

A mediados de la década pasada, se logró dar un salto tecnológico clave que sin duda significó un antes y un después para los productores locales. A través de un Aporte No Reintegrable del gobierno nacional, canalizado por el entonces Ministerio de Medioambiente de la provincia, se pudo instalar un equipo de riego por goteo. “Los productores de Pavón Arriba son chicos y al no poder ampliarse en escala, aumentar la producción a través de este equipo les permite seguir”, reconoce el especialista.

La tecnología de riego por goteo permitió hacer un uso racional del agua, lo que significó un manejo mucho más eficiente en la fertilización. “Fue un salto de estabilidad productiva muy importante”, destaca Carrancio. Las heladas también fueron otro tema a atender. Algunos productores pudieron generar un “riego antihelada”, que se hace, explica el ingeniero, “por aspersión, por arriba de las plantas, como una lluvia. Cuando hay heladas se enciende y genera una capa de hielo alrededor de las hojas, los frutos y las flores, haciendo un efecto parecido al iglú. Así, la helada pasa desapercibida para la planta”.

Kumquat y kiwi santafesinos

Además de Pavón Arriba con el durazno, hay otros montes durazneros en el sur santafesino: Álvarez y Piñero representan alrededor de 150 hectáreas en producción. Y se podían encontrar hasta no hace mucho tiempo en Bombal y Bigand. Además de durazno, hay otras frutas que se cultivan por la zona como ciruela, naranja, limones, pelones y pomelos. En la zona también hay experiencias con algunas frutas menos “menos convencionales” o alternativas. “En Piñero, por ejemplo, se cultivaron cerca de 4 hectáreas de kiwi. En Álvarez se cultivó caqui y arándano, y también kumquat, al que todos conocemos como quinotos. En Soldini se puede encontrar producciones de caqui y también higos”, describe Carrancio. La mayor parte de lo que se produce va a Rosario, aunque para no saturar el mercado, hay momentos en que los productos se envían a Córdoba o Buenos Aires.

Carrancio cuenta que el Inta firmó un convenio con la Asociación de Hoteleros y Gastronómicos de Rosario con el objetivo de relacionar la producción con el consumo. “Cuando comentamos la cantidad de productos hortícolas y frutícolas que se hacen en la zona, muchos lo desconocen”, reconoce.

“Durazno sangrando”

Dentro de la incomprensible y dicotómica relación entre lo urbano y lo rural, las frutas tienen algo qué decir. Pareciera que no se toma dimensión de lo que el sector puede dar, frente a la gran variedad de frutos que se pueden producir. Rosario, por ejemplo, fue uno de los lugares donde más alcaucil se hizo a nivel país, llegando a producir casi 800 hectáreas: “La mayoría de los jóvenes no saben lo que es. Hoy producir alcaucil es más fácil y más barato que antes, y no lo estamos haciendo”, dice Carrancio.

“El caqui, por ejemplo, es una fruta dulce que mejoró mucho, rica en vitaminas, minerales y fibra. Se necesita quizá más diversificación en el campo, en el mercado y en los gustos del consumidor. Nos falta mucho desarrollo en ese sentido. Lo podemos hacer y nos vendría muy bien: eso genera valor agregado, mano de obra. La política pública debería ir por ahí”, apunta el especialista del Inta.

Un poco más escéptico, Carrancio no le vaticina mucho futuro al sector si no hay un cambio de mirada: “Con la nueva generación, esto se termina. No creo que haya alguien que quiera hacer lo que hicimos nosotros durante toda la vida. No veo que la fruticultura pueda reemplazar al cultivo extensivo. Todo lo contrario. No hay expectativa de gente que quiera comprar un campo y plantar fruta”.

Y agrega: “Hablé con productores de Río Negro y están en la misma. Incluso nosotros tenemos la suerte de tener un mercado acá nomás. Esto debería generar más interés en la clase política. En un año normal, tenemos casi 80 personas trabajando. No hay nadie que aún lo entienda. Hoy a los gobiernos les interesa ir al grano, qué es lo que les trae plata. Esto trae trabajo y me parece que no es poca cosa”.

El deseo de que el durazno no sangre solo y partido bajo el agua, parafraseando a Spinetta y su canción. (Fuente: Agroclave)